Abril me emociona. No sé si sea porque es el mes en el que celebro mi año nuevo. El que es personal e intransferible. Ese único día en el que eres el foco de atención, justo como lo eres para tu círculo más cercano cuando llegas a este mundo.
Abril es mi lunes del año, una manera calendarizada de decir que puedo volver a empezar. Un botón de reloaded con forma de mes. Casualmente también se celebra el día del libro. Una de esas cosas en las que se me da muy bien perderme. Mi vuelo privado sin destino seguro. Mi ventana en medio de un encierro. Mi consolador mental.
Por eso es que me emociona cuando llega abril.
Pocas veces me da por celebrar mi cumpleaños, pero casualmente, las dos veces que me han dado ganas de festejar, no se ha podido. Dos veces consecutivas. Las dos veces en las que ha estado prohibido hacer reuniones con más de diez personas. Igual y ni si quiera las juntaba, pero me daban ganas. A lo mejor porque estaba prohibido.
No sé si sea mi forma de pensar, pero casi todos los meses de abril me han pasado cosas buenas, como éste, que estrené trabajo, pero que también se quedó en casi, porque fueron mucho treinta días para mantenerlos con buenas noticias. Y es que mantenerse con buen ánimo, entusiasmo y optimismo por más de dos semanas, nunca se me ha dado muy bien.
Abril me duró lo que dura un año y un suspiro. Me duró lo que dura un lunes sin café y un viernes con amigos. Todo esto combinado. Lo escribí para ver si lograba entenderlo, pero no.
Abril me trajo alegría, esa que se nota de oreja a oreja. Sorpresa, de la que te deja sin aliento. Tristeza, de la que quisieras no tener que escribir jamás. Enojo, tan profundo, tan increíble, tan tanto, que terminó en frustración.
Espero encontrar algún día al ladrón del calendario de Joaquín Sabina. Por si se ofrece.
Abril lo trajo todo, incluso a mí.
Lo bueno, es que nada es eterno, ni si quiera este mes.
Por eso tengo que agradecer que este abril haya terminado.
Porque ha sido como un día completo o un año.
Adiós, abril. Nos vemos dentro de un año.