Tengo la impresión que desde que el hombre es hombre, siempre se ha preguntado, qué habrá más allá, no tengo claro que haya utilizado esas palabras precisamente, lo que sí, es que ha sido una herramienta clave para ir descubriendo poco a poco su entorno.
Conforme hemos ido avanzando, hemos ido ganando terreno, como en casi todo. Y el lugar en el que habitamos, nos empezó a quedar pequeño, así que nos dio por voltear al cielo y justo ahí, donde no parecía haber límites, en esa nada más absoluta nos dio por observar todas las posibilidades. Porque un lugar vacío, es precisamente eso, un sitio lleno de oportunidades.
En medio de ese cuestionamiento empezamos a trazar líneas imaginarias que unían esos puntos brillantes que de vez en cuando nos guiñaban un ojo y con esto, trazamos rutas. Empezamos a observar astros y calcular su tamaño, empezamos a cuestionarnos cosas que antes no nos habíamos preguntado. Y avanzamos. Y viajamos, o por lo menos eso nos dijimos. Y pusimos una bandera en un lugar que no conocía de política. Porque quisimos adueñarnos de ese pedazo de tierra, como todo. Como siempre. Es mío, porque yo lo pisé primero.
Ahora pretendemos crear el mayor mapa del universo, uno en 3D para todo aquel valiente (o millonario) que se atreva a adentrarse en la inmensa y maravillosa espesura de esa nada. Un Waze galáctico, vamos.
Y todo esto está bien, de verdad, me parece de lujo que queramos ampliar nuestros horizontes, aunque no sé si estemos apuntando a la dirección correcta. Volteamos para enfrente, volteamos para arriba y pocas veces, las menos, volteamos para adentro.
De repente volteamos para todos lados, excepto al lugar en el que habitamos y ya no digas el planeta, que al parecer sería mucho pedir, algo más pequeño, más palpable y en consecuencia que podemos creer más de verdad.
Y si un horizonte tiene la capacidad de dejarnos visualizar una utopía, qué nos cuesta poner una bandera ahí para hacerla nuestra.
Tendemos a ver más para allá que para acá. Más para afuera que para adentro. Más la paja en el ojo ajeno. Y así nos va.
Dejamos de cuestionarnos cuál es nuestro espacio, viajar a él, volvernos exploradores y conquistadores de esa propiedad privada. Descubrir que aquí adentro, también hay un vacío con todas las posibilidades puestas sobre la mesa. Preguntarnos de vez en cuando qué hay más acá. Cerrar los ojos para poder vernos mejor. Trazar nuestras propias rutas y descubrir nuestros satélites.
Ganar terreno como en casi todo, sin la necesidad de pisar nada sino todo lo contrario.
Adueñarnos del único espacio que es nuestro.
Crear el mayor mapa de nuestro universo, para dárselo a quien decida emprender un viaje, con quien decidamos compartirlo. Preguntarnos justamente eso, con quién decido compartir un lugar tan propio, tan cuidado, tan mío.
Con quién decido compartir mi horizonte.
A quién le enseño esa utopía tan propiedad privada.
Cuestionarnos resulta ser una herramienta básica para ir descubriendo poro a poro nuestro interior.
Qué tan decorado está o en qué condiciones se encuentra.
Qué tanto espacio dejamos para las cosas que nos llevamos.
Qué tanto espacio dejamos para las personas que vienen.
Cuánto espacio dejaron las que ya no están.