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Qué miedo.

Siempre me ha gustado pensar en los extremos, no me gustan las medias tintas. Por eso, así como divido en dos a las personas, los mala leche y los idiotas, también divido en dos a los miedos, los que te paralizan y los que te sirven de trampolín.

Y es que siempre hay alguien que cuando escucha un ruido en medio de la noche se levanta a ver qué es y otro inteligente que se cubre con el blindaje de las cobijas. Entonces no es lo que te hace el miedo, sino lo que haces con él.  Porque dejar que las cosas hagan efecto en ti es como tirarte en el río y ver a dónde te lleva la corriente, lo mismo que pasaría si fueras un cadáver. Que todo fluya y nada influya dirían los amantes del new age. Y si así lo dejamos, qué miedo.

Qué miedo que ya nada nos espante, que normalicemos las cosas a tal grado que ya ni las vemos pasar. Qué miedo que perdamos la capacidad de asombro, de indignación, de espanto. “Los niños de ahora ya no se asustan con nada” diría el señor Waternoose.

Qué miedo lo que nos pasa, pero sobre todo lo que nos deja de pasar y ni cuenta nos damos.

Y nuestros miedos, esos que salían en una plática a mitad de la noche y nos hacían más nosotros. Los que después de contarlos nos hacían más cercanos. Los que se veían mejor en el suelo que cualquier blusa, falda o pantalón. Esos que también son parte de nosotros, dónde quedaron. Igual y son los que fueron a parar al cajón del todo me da igual, esos que tiramos en el cesto del y a mí qué.

Indiferencia disfrazada de valentía. Apatía, vestida de frac con ese moño enorme que todos llaman felicidad, aunque apriete y sea la misma la que te complica tragar saliva. Espérate, no salgas sin el orgullo, ese sombrero de copa que te hace mantener la cabeza bien alta. No vaya a ser que se te ocurra voltear hacia abajo.

Tal vez y sólo tal vez, venzamos al miedo cuando entendamos que la valentía no es un, me da igual, es un a pesar de. Que la apatía nunca se ve bien, aunque se vista de frac. Y que un momento de alegría, es eso que se siente cuando uno se quita el moño de la felicidad que tiene la capacidad de llegar a ahogar. Del orgullo ni te digo, que es una máscara para afrontar lo que nos da miedo de verdad.

Y mira, igual va a resultar que encontramos el punto de todo esto. En una de esas lo que nos pasa es que nos ha estado haciendo falta una balanza para entender lo que da miedo de verdad.

Qué miedo tu enojo, pero más miedo no volver a verte sonreír.

Qué miedo despertar un día, descubrir que somos adultos y olvidarnos que fuimos niños.

Qué miedo aventarme, pero más miedo haberme quedado en la orilla siempre.

Qué miedo preguntarte, pero más miedo no haberlo intentado nunca.

Qué miedo pedirte perdón, pero más miedo no volver a hablarte.

Qué miedo que me vuelva ese dolor, pero más miedo no volver a sentir jamás.

A lo mejor lo malo no es tan malo y nuestros miedos sólo están disfrazados de creencias.

En una de esas los monstruos no son los que salen del clóset y los verdaderos miedos están más allá. Igual y somos grandes amigos de los primeros y el miedo es a la verdadera agonía de tener que decirles adiós. Despedirnos de ellos. A lo mejor ese es el verdadero miedo, el miedo que da decir adiós.

Y si no, vean Monsters,inc. Que para muestra hace falta un botón.

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